Rokkers, mi nueva trinchera
Vivimos una época de mucho caos y convulsión social. Por un lado, tenemos acceso a más música que nunca. Todo está a un clic: desde una banda japonesa de math rock hasta un dueto de folk argentino grabado en una sala de ensayo. Pero, paradójicamente, nunca habíamos estado tan lejos de crear nuevos ídolos. Las figuras que marcaron generaciones (los Bowie, los Cobain, los Mercury, los Cerati) ya no están, y los que quedan van apagando su luz o eligiendo el silencio. Y mientras eso sucede, la industria se acomoda entre algoritmos, tendencias y nostalgias recicladas. No es que falte talento; sobran propuestas, ideas, fusiones y voces. Lo que falta es voltear a verlas.
Las plataformas digitales cambiaron las reglas del juego. Democratizaron la música, sí, pero también fragmentaron la atención. Cada quien vive en su burbuja sonora: lo que tú escuchas no se parece a lo que escucha tu amigo, y lo que él descubre jamás le llega a alguien en otro país. Las canciones ya no son himnos compartidos, sino universos personales. El resultado es una era sin referentes colectivos. Antes, una banda podía unir generaciones; hoy, una canción apenas sobrevive al siguiente scroll. La cultura del descubrimiento constante nos volvió insaciables, pero también nos robó la paciencia de acompañar una carrera artística.
Por eso es tan importante volver la mirada hacia la escena emergente. No como un gesto de caridad, sino como una inversión en nuestro propio futuro musical. Porque si no apoyamos hoy a las bandas que están ensayando en un cuarto, grabando con lo que pueden o tocando frente a veinte personas en un bar, ¿a quién vamos a ver dentro de veinte años en el Auditorio Nacional o en el Foro Sol? Si no sembramos ahora, el campo del entretenimiento se quedará estéril. La música en vivo necesita sangre nueva, nombres nuevos, historias nuevas. La renovación no ocurre por decreto: se construye con escucha, con atención, con espacios.

Y ahí entra el papel de los medios de comunicación. Durante años, muchos se escudaron en la misma excusa: “No le damos espacio a las bandas nuevas porque no pegan”. Pero la contradicción es evidente: no pegan porque nunca tuvieron espacio. Es el círculo vicioso que condena a los músicos emergentes a vivir en la periferia del sistema, sin oportunidades reales de exposición. Y cuando alguno logra romper esa barrera, lo tratamos como excepción, no como consecuencia natural de un trabajo que debió ser reconocido desde el principio. Los medios tenemos la responsabilidad, moral y cultural, de romper ese ciclo. Si no somos nosotros quienes les abrimos las puertas, ¿quién lo hará?
La música independiente no solo merece atención, la necesita para sobrevivir. Cada banda nueva representa una posibilidad de futuro, un sonido que puede definir la próxima década, una manera distinta de contar lo que nos pasa. En tiempos donde “todo se parece”, donde las fórmulas se repiten hasta el cansancio, los proyectos emergentes son la única garantía de evolución. No siempre suenan “perfectos”, y eso es lo hermoso. Ahí está la rebeldía. En un mundo que todo lo pule, la música emergente todavía tiene ruido, errores, riesgo. Tiene hambre. Y el hambre es el combustible más poderoso del arte.
Además, hay una verdad incómoda: el público también tiene responsabilidad. No basta con quejarse de que “ya no hay bandas buenas” o de que “todo suena igual”, “los headliners de los festivales siempre son los mismos”, si no hacemos el esfuerzo de ir a un toquín, comprar una entrada, compartir una canción o seguir a un artista nuevo. El apoyo no tiene que ser masivo para ser significativo. Cada persona que descubre una banda independiente se convierte en parte del engranaje que mantiene viva la escena. Los grandes ídolos no nacen de la nada: alguien creyó en ellos cuando nadie más lo hacía.
Y aquí estoy, precisamente por eso. Porque creo que vale la pena creer. Este espacio en Rokkers no lo tomo como un simple escaparate para escribir sobre música: lo tomo como una trinchera. Desde aquí quiero contribuir a que el foco se desplace, aunque sea un poco, hacia esos proyectos que están intentando construir algo nuevo en medio del ruido del algoritmo. Porque el futuro de la música no se define en los charts ni en los festivales, sino en los pequeños escenarios, en los ensayos, en las ideas que todavía no tienen patrocinador.
No se trata de romantizar la precariedad, sino de reconocer el valor del proceso. Detrás de cada canción que apenas acumula unas cuantas reproducciones hay horas de ensayo, de frustración, de disciplina, de fe. Esa es la parte que el público no ve, pero que define el espíritu de una banda. Por eso escribir sobre ellos, darles voz, reseñar sus discos, contar sus historias, es un acto de resistencia. En una época que mide el éxito en cifras, hablar de talento emergente es casi una declaración de principios.
La escena independiente es el termómetro más honesto de una sociedad. Si está viva, es señal de que aún hay inconformidad, creatividad y espíritu colectivo. Si muere, lo que se apaga no es solo la música: es la posibilidad de imaginar algo distinto. Por eso este espacio, por pequeño que parezca, importa. Porque cada texto, cada entrevista, cada recomendación puede ser el empujón que una banda necesita para seguir existiendo. Y porque, si los medios no nos atrevemos a creer en el arte antes de que sea rentable, entonces habremos perdido la brújula.
Al final, la música siempre ha sido eso: una cadena invisible que une generaciones. Lo que hoy consideramos “clásico” alguna vez fue emergente. Nirvana, Soda Stereo, Zoé, Café Tacvba, The Strokes, Arctic Monkeys… todos fueron, en su momento, bandas que nadie conocía. Alguien les abrió una puerta, alguien escribió sobre ellos, alguien los escuchó cuando no llenaban ni un bar. Y eso bastó. No hay que esperar a que una banda se vuelva exitosa para validarla. Hay que validarla para que algún día pueda volverse exitosa.
Así que sí, aquí empieza una nueva etapa. Una en la que, desde mi trinchera, voy a poner el reflector donde muy pocos lo ponen. Porque si algo he aprendido de la música es que las mejores historias no siempre suenan en la radio, pero están ahí, esperando que alguien las escuche. Y si al final de este camino logramos que una sola banda crezca gracias a que alguien la descubrió leyendo estas líneas, habrá valido la pena. Porque el futuro de la música no se predice: se construye escuchando.