Corona Capital 2025, una maqueta social a escala
Esto pretendía ser una crónica periodística sobre lo sucedido en el Corona Capital 2025 a nivel estrictamente musical y de logística: quién tocó, cómo sonaron las guitarras, qué tan efectiva fue la organización, el precio ascendente de las cervezas, la calidad del sonido en cada escenario, el eterno drama de la comida cara, los accesos, la fila de los baños, el clima y el polvo que siempre se mete en la ropa antes de que anochezca. Esa era la idea lógica, casi automática. Pero dentro del evento ocurrieron demasiadas cosas como para limitarlo a un inventario de riffs, horarios y repentinos silencios entre canciones. Varias situaciones, unas insignificantes y otras bastante graves, hicieron inevitable tomar un camino distinto y mirar al Corona Capital no como un festival masivo, sino como un espejo nítido del país. Un microcosmos que, en tres días, expuso lo mejor y lo peor de la condición humana que experimentamos a nivel nacional.
Porque en un macrocosmos como México la estructura social está muy definida. Es tan rígida y renuente a los cambios que a veces duele mucho analizarla: gente buena y gente mala, solidarios y agresivos, nobles y tranza, racistas y sensibles, homofóbicos y progresistas, machistas y empáticos. No hace falta un mapa para encontrarlos; basta caminar en cualquier ciudad, subirse al transporte, entrar a una oficina pública, cruzar cualquier plaza. Y dentro del festival ocurrió exactamente lo mismo. El Corona Capital operó como una maqueta (precisa, aguda, incómoda) de lo que somos. El país metido dentro del Autódromo.
Estuvo la corrupción disfrazada de “te lo dejo barato”; la reventa que sudaba dinero fácil; los tipos que ofrecían sustancias (ingresadas al recinto quién sabe de qué forma) como si se tratara de dulces; los precios de comida y bebida que recordaban, con humor macabro, a la inflación crónica; un servicio médico que funcionaba más por inercia que por profesionalismo y que, en más de un sentido, evocaba al IMSS y sus salas de urgencias saturadas, agotadas, resignadas. Pero también apareció la otra cara del país: la gente amable, la que sonríe sin pedir nada, la que ayuda al desconocido que se desmaya, la que comparte agua, crema de sol, espacio, sombra, hombro y conversación. La que te salva el día con una frase simple y un gesto bueno. Todo estaba ahí, latiendo, combinándose, chocando, respirando dentro del festival como en cualquier avenida del país un día cualquiera.
Y estaba también la evidencia inevitable de que los cuerpos cuentan sus propias historias, incluso cuando están envueltos en luces estroboscópicas. Hubo cuerpos en evidente decadencia: la madurez física de músicos y asistentes, el desgaste natural que los años escriben sin pedir permiso. Era inevitable notar cómo figuras históricas del rock alternativo mostraban el paso del tiempo con dignidad y fragilidad: James, ya lejos del salto juvenil, Linda Perry sosteniendo con voz y temple un cuerpo que carga décadas, o Jerry Cantrell enfrentando los solos de guitarra con la potencia intacta pero con esa gravedad corporal que los años no perdonan. Y ahí, contrastando, la sangre joven: cuerpos atléticos, pieles brillantes, energía que no se gasta, miradas curiosas, resistencia casi infinita. Un recordatorio simple de que las generaciones se cruzan unos segundos antes de cambiar de guardia. Unos se van; otros apenas llegan. Es la ley de la vida, tan visible en un festival como en un hospital o en un barrio cualquiera.
Pero quizá lo más sorprendente ocurrió con los paradigmas que se rompieron. Durante años se repitió que las generaciones nuevas no tienen paciencia para la música, que no escuchan propuestas nuevas, que viven atrapadas en la inmediatez, que sólo consumen lo que les aparece en la pantalla durante tres segundos. Esa teoría se desmoronó desde el primer día. La juventud escuchó con calma, con interés real, con curiosidad abierta. Atendió bandas que no conocía, sostuvo silencios, se dejó sorprender. No había prisa. No había ansiedad por “lo viral”. Había curiosidad musical geniuna. Y eso rompió un viejo prejuicio social: no es que no escuchen, es que no les hemos dado crédito. La paciencia estaba ahí, esperando que alguien la activara.
Otro paradigma derrumbado: la supuesta ausencia de nuevas bandas que se echaran a los hombros a los jóvenes. Se decía que cada chavo tiene ídolos fragmentados, playlists dispersas, referencias musicales aisladas. Y sin embargo, cuando Cannons salió al escenario, la multitud joven los recibió como si llevaran veinte años encabezando la industria. Y cuando TV on the Radio desplegó su arsenal sonoro, quedó claro que las nuevas generaciones sí tienen artistas que los mueven en masa, que los representan colectivamente, aunque los adultos no los más grandes no lo habíamos notado.
También se fue abajo la idea de que el Soul y el R&B habían muerto o quedado como piezas de museo. Alabama Shakes lo desmintió desde la primera nota; Sabrina Claudio lo confirmó al caer la noche. Los géneros no mueren: a veces sólo cambian de piel y esperan el espacio adecuado para reencender el corazón de la gente.
Pero así como el festival demolió viejos paradigmas, también confirmó teorías que estaban latentes dentro de mi mente. Por ejemplo, las divisiones sociales que el país arrastra desde hace siglos: ahí estaban los baños VIP y los baños “para el resto”. Una metáfora tan evidente que casi parecía puesta por un guionista: de este lado los pudientes, de aquel lado los no tan pudientes. La vieja frontera simbólica que separa, clasifica y asigna valor. También se sintió la clásica categorización absurda de “gente bonita” y “gente no tan bonita”, esos mecanismos primitivos que siguen operando en el subconsciente colectivo como si fueran leyes naturales. Y el tema de la discapacidad volvió a demostrar lo que ya se sabe en México: las ciudades están pensadas para los cuerpos más fuertes, y todo aquel que vive con limitaciones físicas enfrenta obstáculos constantes. Dentro del festival, esos obstáculos se multiplicaron. Rutas largas, rampas improvisadas, suelos difíciles, accesos mal planteados. Lo que es difícil en el país, en el festival se volvió evidente.
Todo esto habría sido suficiente para orientar una crónica, pero el golpe final llegó el último día. Faltaban minutos para el acto de cierre: Linkin Park. El escenario Corona estaba saturado, el aire cargado, la emoción intermitente. Y ahí ocurrió la escena que no sólo definió el rumbo de esta crónica, sino que terminó por explicar el país entero en diez segundos de diálogo ajeno. Mientras el show ya había comenzado y las pantallas mostraban a Emily Armstrong dándolo todo como vocalista de LP, una pareja caminaba adelante. Él, con tono duro y autoritario, con esa “superioridad” tan vieja como el machismo mismo, soltó una frase que cayó como un cubetazo de agua helada: “Pues la Emily canta dos tres, pero la verdad le hacen falta huevos, le falta testosterona… hubieran metido a un vato para que sonara mamalón”.
Fue imposible ignorar esas palabras, fue inevitable detenerse (no físicamente, sino mentalmente). Esas palabras revelaron que dentro del festival, además de música, juventud y convivencia, había también la misma misoginia cotidiana que circula por el país. El mismo desprecio disfrazado de opinión. El mismo mito de que la fuerza, la potencia o la validez artística dependen de la testosterona. El festival, ese microcosmos de México, entregó en una sola oración la confirmación de todo: en el país seguimos normalizando el machismo, normalizándolo tanto que aparece en conversaciones banales, en caminatas casuales, en comentarios que se sueltan sin pensar. Y ahí, mientras los riffs de Linkin Park retumbaban, quedó claro que el Corona Capital no era sólo un festival: era una réplica en miniatura del tejido social nacional, con sus avances, sus retrocesos, sus contradicciones, sus violencias y sus hazañas también.
El Corona Capital reforzó algunas teorías que parecían difusas: seguimos divididos por clases, seguimos cargando estigmas estéticos, seguimos tropezando con las mismas barreras para las personas con discapacidad, seguimos justificando la corrupción menor como “picardía”, seguimos convirtiendo al machismo en comentario ligero. Pero también derribó otras ideas falsas: las nuevas generaciones sí escuchan, sí aprenden, sí se entregan, sí tienen bandas que las representan, sí sostienen géneros que muchos daban por muertos.
El festival mostró lo que México es: un lugar donde lo luminoso y lo oscuro conviven sin pedir permiso, donde la nobleza y la violencia caminan juntas, donde la creatividad se abre paso aunque tropiece con la desigualdad, donde la música une lo que la sociedad separa, y donde, a pesar de todo, siempre hay otra oportunidad para mirarnos a nosotros mismos con más claridad.
Porque al final, más allá de los escenarios, más allá del sonido y del polvo, lo que quedó fue un reflejo rotundo: el Corona Capital es México en escala micro. Un territorio donde lo bueno y lo malo coexisten sin filtros, donde las teorías se confirman, los paradigmas se derrumban y la condición humana se exhibe como realmente es: compleja, intensa, contradictoria y profundamente reveladora. Una verdad tan contundente que no cabía en una simple crónica musical. Lo sucedido dentro del festival puede estar bien o puede estar mal. Y eso no lo juzgaré yo, lo juzgará cada uno de los asistentes basado en su esquema de valores y su calidad moral. Lo sucedido dentro del Corona Capital 2025 sigue sucediendo en cada calle del país, en cada hogar, en cada escuela y en cada oficina. Lo sucedido en estos tres días de música continua es a veces bueno, muchas otras es malo y seguirá siendo y sucediendo hasta que nosotros, como seres humanos, decidamos cambiar el sistema de raíz.